Si algo tiene el futuro es que es incierto y nadie tiene la certeza de lo que va a pasar. Hacerlo es tarea harto complicada, sin embargo, es algo que se nos pide a todos los que nos dedicamos al marketing.
Y es que de serie en nuestro trabajo va saber qué va a pasar mañana, mejor dicho, qué va querer nuestro cliente mañana, incluso cómo va a quererlo. Lo tienen más fácil los que pronostican los números de la Primitiva, al menos ahí siempre influyen los mismos factores.
Y ese es precisamente el problema. Si el ser humano estuviese predispuesto genéticamente a todo, sería muy fácil adivinarlo. Pero como el ser humano nace y se hace, ambas, la cosa se complica. Algunos lo llaman ahora descubrir tendencias. E incluso tiene nuevo nombre la profesión, coolhunter le dicen. Llámenme clásico, pero yo lo sigo llamando profesional del marketing (no me gusta nada lo de marketero) y a su función centrarse en el cliente. Hombre, es menos cool (nunca mejor dicho) pero lo entiende cualquiera. Algún día escribiré sobre la obsesión que tenemos en este sector con ponerle nombres a las cosas, tantos, que ya ni sabemos lo que somos.
En esto de adivinar cómo querremos comprar las cosas mañana no hay bola de cristal. Quiero decir que no hay una herramienta cuyo uso nos muestre el futuro, ya nos gustaría (sobre todo para lo de la Primitiva). Pero sí hay alguna que a veces nos aproxima, incluso acierta de vez en cuando. Para saber cómo será el consumidor del mañana, nada mejor que asomarse a cómo son hoy los que mañana tendrán entre 30 y 50 años.
Si queremos empezar a entender los que dentro de diez años conformarán la mayor parte de la clase media española, asomémonos y no nos asustemos a los que hoy tienen veinte que son los que dentro de diez tendrán treinta años. Lo de asustarse no es por lo buenos o malos que puedan ser, sino porque ángeles o demonios «los monstruos» los hemos creado nosotros por acción u omisión.
Se habla hoy de la importancia de la simplicidad de los mensajes. Quizá dentro de diez años, aquí estará este post si mi hosting sigue en pie para demostrar mis dotes de pitoniso, estaremos hablando no de la importancia, sino de la necesidad de la simplicidad de los mensajes. Y me explico.
Y por si fuera poco, no solo es que lean más rápido. Una cosa lleva a la otra y el aumentar la velocidad lectora reduce la comprensión en un 16% respecto a los que hoy nos llamamos adultos. Vamos que si Quevedo levantara la cabeza le diría a su eterno rival: «vaya pedazo de napia que te gastas, tío» y nos hubiésemos perdido unas sátiras cuanto menos desternillantes (frase no apta para los hijos de la LOGSE). Pues vaya, ¡En buen momento se me ocurre empezar un blog en el que por primera vez desde hace mucho dejo de escribir con frases cortas!
Ironías aparte, no se si la velocidad lectora y de comprensión de nuestros jóvenes seguirá esa evolución, pero como la cosa va de adivinar, me atrevería a decir que salvo honrosas excepciones que serán tachados de «nerds», la cosa no cambiará mucho. Como mínimo leerán a la misma velocidad que hoy y como poco seguirán DEScomprendiendo lo mismo que hoy. Así que señores responsables de marketing, colegas de profesión, de aquí a unos años, vayan contratando copywriters de los que redactan sin rodeos si no quieren tener un dropout altísimo y menos de dos segundos de permanencia.
Con tanta palabreja, ni le quiero rendir homenaje a la lengua de Shakespeare, ni pretendo que Cervantes salte del Convento de las Trinitarias de Madrid. Es que el espanglish que algunos se empeñan en tachar de aberración, quizá dentro de unos años sea eso que hoy llamamos idioma. Y no digo que no tengamos, incluso que debamos, echarnos las manos a la cabeza cuando dentro de poco no sepamos ni en qué idioma hablamos. Lo que sí digo es que, seamos de ciencias o de letras, a los que salgamos en defensa de lo que fue un idioma nos mirarán exactamente igual que como miramos nosotros a los que nos dicen que no hablemos del timming sino del horario.
El que diga que el inglés es el idioma del futuro se equivoca. El Inglés fue el idioma del futuro en el pasado. Es, por tanto, el del presente. No es el idioma del futuro, sino el que invadirá el resto de lenguas del futuro, cosa que ya ha comenzado a hacer.
Quizá sea porque antes de encontrar un término castellano el concepto ya está obsoleto. O más bien porque al mundo lo mueve la tecnología y desengañémonos, que seamos uno de los países con mayor penetración de smartphones del mundo no significa otra cosa que somos grandes consumidores de tecnología, pero no productores. La posición que ocupa nuestro idioma respecto a la tecnología es precisamente un reflejo de la que tenemos como inventores y generadores de la misma. Por eso incorporamos términos tal cual. Por eso los que tienen veinte los usan tal cual y por eso cuando tengan treinta lo harán aún más, porque seguiremos consumiendo, pero no produciendo tecnología.
Tendremos que lanzar mensajes más directos, usando medios digitales, pero entenderemos cada vez menos cómo funcionan. Sabremos usarlos, pero no comprenderlos. Que nadie pregunte qué se puede o no hacer, a mi que me lo hagan y me expliquen dónde tengo que darle. Seremos grandes usuarios, que al no tener ni la más remota idea de cómo funcionan las cosas, prestaremos mucha menos atención a las herramientas que tengan fallos en su uso. Que a nadie se le ocurra dentro de diez años lanzar, como hoy, una app (si es que siguen existiendo) para relacionarse con el usuario, sin que esté lo suficientemente probada, pues si hoy dejamos de usarla al segundo fallo, en diez años no esperamos ni al primero.
Ni que decir tiene que si hoy el mundo es digital, en diez años no se qué será, pero lo digital será su base, que, insisto, hoy no entendemos, pero diez años menos entenderemos. O alguien le pone remedio o el país que otrora fue cuna de la cultura mundial, será analfabeto en el mundo. Dios me libre de ser agorero y esta vez sí espero en mis predicciones no ser certero, sino errar.
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